Un científico danés amigo mío pasó varios meses trabajando en Sevilla y al volver a su país empezó a tener un sueño recurrente. Se veía a sí mismo empuñando una navaja barbera y levantando las faldas de la sotana a los curas con los que se cruzaba para caparlos. Como el sueño se repetía cada vez con más frecuencia visitó a un psicólogo que le dio la siguiente explicación. El danés había vivido en Sevilla en un ático del centro, cercado por varias iglesias cuyos briosos campanarios no dejaron de atronar su vivienda ni uno sólo de los días que aquí pasó, hasta el punto de que más de una vez se despertó pensando que aquellos repiques atronadores anunciaban el fin de este valle de lágrimas. El psicólogo le dijo que su empeño por capar curas había que interpretarlo como el ansia por cortar los badajos y enmudecer las campanas.
He de confesar que yo, desde que tengo memoria, he sufrido también un sueño recurrente: en la pesadilla corto trozos de un chuletón descomunal y alimento con ellos a un cura.
La historia de mi amigo danés me ha permitido, por fin, comprender el significado de mi sueño. Hasta la adolescencia yo viví al amparo de una iglesia regida por un cura innovador que cambió las campanas por un magnetófono y unos altavoces. Si bien los altavoces eran dignos de figurar en el atrezzo de cualquier grupo de heavy metal, el magnetófono distaba de ser un aparato de alta fidelidad, y el estrépito atronador que producía sonaba como las tripas de un cura hambriento.
En fin, ya ven que hay cosas que aunque se innoven no tienen arreglo.
Una empresa de Taiwán ha desarrollado un inhibidor de campanas que, utilizado a la máxima potencia, sirve también como inhibidor de curas. El problema es que funciona con unas pilas especiales que, a requerimiento del cardenal y las asociaciones de consumidores, han prohibido el Ayuntamiento de Sevilla y la Junta de Andalucía. Parece ser que las pilas había que instalarlas en el cerebro y eso no figura en la Segunda Modernización y transgrede los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.