El decano de la Facultad de Derecho, Alfonso Castro, publica una tribuna sobre La Carbonería como ejemplo de patrimonio inmaterial de la ciudad


Nos parece interesante compartir la tribuna de Alfonso Castro, decano de la Facultad de Derecho, sobre La Carbonería, como ejemplo de patrimonio inmaterial de una ciudad. Su opinión nos parece relevante dado que en los últimos tiempos la situación de La Carbonería ha sido objeto de debate tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales. Se titula «La ciudad de la memoria» y se puede leer tanto en este enlace de Diario de Sevilla como a continuación:

La ciudad de la memoria

ALFONSO CASTRO | ACTUALIZADO 16.10.2016 – 01:00

LA ciudad de tiempos modernos cantada por Baudelaire, esa ciudad atada a un goût de la symètrye del que el barón von Haussmann sería el hacedor máximo; la urbe «con un alto grado de continuidad», como señala Galante, pero no con la historia, con la que rompe en términos (no solo) urbanísticos drásticamente, será no solo la ciudad de Les Fleurs du mal o Le spleen de Paris, sino, ante todo en nuestro imaginario, la urbe viva y actual pintada por Manet, por Degas, por Monet, por Renoir, les actualistes zolianos, que salen al exterior para inundar sus cuadros con el denso vapor de sus gentes, sus calles y puentes. Darán lugar, en la diferencia, a convergencias estimulantes: pintan estos el Pont Neuf casi a la vez o en apenas dos décadas retratan a los otros bebedores de absenta. Metáforas de un mundo extendido. La ciudad de los puentes será también la de los hombres escindidos: alcohol, pérdida de identidad, suburbios degradados. Cuánto más grande el espacio urbano más pequeño el hombre. Un territorio de confortabilidad abierto por el crecimiento a horizontes nuevos, de libertad desconocida, modernos. La ciudad donde vivir la propia vida, libremente, al margen de la moral imperante: asfixiante. La ciudad, igualmente, que rompe sus contornos viables, mediterráneos, podibles: la ciudad de Menandro y Terencio, donde nada humano resultaba ajeno; la ciudad romana de la respuesta del jurista al cliente, directa, casuística, envuelta en un cálido conocimiento. Meandros de Zola y proustianos; vagabundeos por calles y estaciones de metro, persiguiendo con Oliveira a La Maga: el hilo entre la ciudad antigua y la moderna se romperá en esa curva, en un momento indeterminado. La ciudad compartimentada, donde entre la muchedumbre se puede estar solo. Nocturna, cinematográficamente solo: Nueva York como un barco varado, metáfora gigantesca del abarrotamiento para John Berger, que no fuese a zarpar nunca. La ciudad de mil ciudades, incomunicadas, la ciudad amputada, la cercenada ciudad. De Whitman a Hopper. Como Atenas para Sócrates, como Venecia para Henry James, como Sevilla para nosotros, la Ciudad había sido en cambio ante todo una larga conversación. Inventora de la filosofía, del derecho, del teatro, que la Comedia Antigua lega a la Commedia dell’Arte, a Shakespeare, a Lope.

La ciudad moderna ha dejado de ser eso.

A veces, un remanso en la noche recuerda lo que la ciudad aún es o puede ser o debe ser. «A State of mind» (R. E. Park), aire que vibra, llanuras (la imagen es de Aristóteles), donde uno se encuentra al encontrarse con otros: donde uno, también, se encuentra con otros al encontrarse. Los otros que uno elige, en el lugar propicio, la esquina acariciante, caricia invernal u otoño confortable, cuando los hábitos vuelven tras el calor que todo lo deshace. Siempre la ciudad con los hombres, como quería Tucídides. Un Léon Vanier que publicase a Baudelaire; un Ricardo Pachón que diese voz a Camarón; un Pisco Lira que editase a Vincenzo Consolo, a Fernando Ortiz, a Aquilino Duque. Cultura en un recodo de la calle. Música urbana, decidora música. La Carbonería de Sevilla ha sido todo eso y mucho más no solo para su ciudad durante cuarenta años. El lugar propicio por encima de todos. Pintura, fotografía, poemas, relato, música, artes gráficas…: palabra dada y recibida; vida, intensamente (así) vivida. Cultura mayor en un barrio donde hace unos años no entraba nadie. Delicias escanciadas, ante todo, por la generosidad de uno de los sevillanos más importantes que menos importancia se da en esta ciudad tan acostumbrada a lo contrario: Pisco Lira. Maestro de vida, entendida como conversación inagotable. Archivo mejor de la cultura de la Ciudad auténtica: la de los Núñez de Herrera, Cernuda, los al margen. Los que la hicieron perdurable. Noches de La Carbonería, inolvidables junto a Enrique Barrero o Luis López Valpuesta, en las que se escuchaba recitar los poemas de García Ulecia o podía encontrarse uno con Jesús García Calderón, José Manuel Sánchez del Águila, Paco Aranguren. Los que aún están; los que ya se han ido: Rafael de Cózar, Paco Lira, Toni Soto. Memoria de una ciudad que no ha de irse, porque la que se va entonces es la Ciudad misma y, cuando una ciudad se va, para siempre lo hace. Pese a los intereses cruzados, las miserias humanas, las bajezas que también conforman la vida de las ciudades. La vida de una ciudad como Sevilla, que entre la calle Levíes y la calle del Aire guarda su centro totémico. El lugar donde yo iría siempre a buscar a Portobello al patio que no existe.

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