El Puente del Alamillo es, desde el punto de vista de la gestión del dinero de los contribuyentes, y también desde el punto de vista constructivo, un mayúsculo ejemplo de despilfarro e ineficiencia. Una referencia de la que aprender, para que no vuelvan a repetirse en Sevilla estos procesos en la toma de decisiones y en la ejecución de inversiones pagadas por todos los ciudadanos. Compartimos a continuación un interesante artículo publicado hace unos días por ABC de Sevilla, donde el periodista Javier Rubio analiza cómo fue el particular proceso de construcción del Puente del Alamillo, ideado por Santiago Calatrava. Para ello, Rubio hace referencia a la reciente publicación, en la editorial Anagrama, del libro «Queríamos un Calatrava», escrito por el prestigioso periodista cultural y crítico de arquitectura Llátzer Moix, durante muchos años publicando en el periódico ‘La Vanguardia’. Moix desvela entresijos que la ciudadanía debe saber sobre cómo se gestó ese faraónico capricho.
Puente del Alamillo: El «apaño constructivo» de Santiago Calatrava
«Si no hacemos ese puente, mi mujer se va a enfadar y ella maneja muy bien a la prensa», le dijo el ingeniero valenciano a un alto cargo del Mopu antes de la Expo
JAVIER RUBIO Sevilla
23/10/2016 23:19h – Actualizado: 24/10/2016 08:28h.
Todos queríamos un calatrava en nuestras ciudades. Como antes habíamos querido tener un Stirling (el centro comercial en los suelos recalificados al Sevilla FC donde hoy se alza la mole indigna de Nervión Plaza) y como luego quisimos tener un edificio proyectado por Zaha Hadid (la abortada biblioteca del Prado de San Sebastián), un Foster (el barrio nonato de los terrenos de la fábrica de cervezas de la Cruz del Campo) o un Koolhaas (la fiebre llegó hasta Córdoba con su palacio de congresos).
Un libro del crítico de arquitectura Llátzer Moix («Queríamos un Calatrava», editorial Anagrama, 2016) indaga precisamente en la obra y en la vida del arquitecto e ingeniero valenciano a través de algunas de sus obras más conocidas. En Sevilla, la Expo92 dejó dos de ellas: el puente del Alamillo y el pabellón de Kuwait.
Santiago Calatrava (Benimàmet, 1951) estaba en la cresta de la ola después de levantar el puente de Bac de Roda en Barcelona y recibir el encargo de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. Las administraciones públicas, en especial las comunidades autónomas recién paridas, competían por hacerse notar en las ciudades con hitos arquitectónicos capaces de reconfigurar el paisaje urbano.
A dedo
Así comenzó todo. En realidad, tampoco desentonaba con el tono general de la época, las prisas por completar la circunvalación de la ciudad antes de que la Expo abriera sus puertas. Montaner, que trajo a Sáenz de Oíza para el edificio administrativo Torretriana y acarició la posibilidad de plantar el primer rascacielos de Sevilla, soñaba con un doble puente atirantado para salvar los dos brazos del Guadalquivir que rodean la isla de la Cartuja: la dársena y el cauce vivo. Un láser de pilono a pilono, ambos enfrentados, serviría como telón de fondo de la Expo92.
Pronto se torció el proyecto, porque el Ministerio de Fomento no estaba por la labor. Rafael Fernández Sánchez, que fuera director general de carreteras del MOPU entre 1989 y 1991, relata en el libro una anécdota suculenta protagonizada por él mismo y Calatrava durante un paseo en automóvil por la ciudad. El ingeniero amenazó con echarle la prensa encima si finalmente el MOPU desistía de hacer su parte del proyecto.
«Mi mujer maneja muy bien la Prensa. Si no hacemos también ese puente, se va a enfadar mucho y montará tal escandalera en los periódicos que va usted a arrepentirse de su decisión», dijo en un momento dado Calatrava. Su interlocutor, el ingeniero del MOPU, fue indirecta, según se recoge en el libro: «Bueno, yo quizás también estuve un poquito desagradable. A Calatrava, no le contesté nada. Pero al chófer del ministerio que nos llevaba le dije lo siguiente: “Orencio, por favor, pare usted que el señor Calatrava ya se baja”».
Pero el arquitecto e ingeniero no se bajó nunca del todo de sus pretensiones. La Junta siguió con su parte del proyecto, el puente sobre la dársena del Guadalquivir. Dice Moix: «Fiel a su afán por sobresalir, Calatrava no estaba dispuesto a que el suyo fuera un puente más». Sólo que la atrevida solución ingenieril —un puente atirantado desde un mástil inclinado 58 grados sin cables de retenida— no iba a tener reflejo en la manera de construirla.
Método indigno
Presionadas por los plazos, las autoridades aceptaron el método indigno de separar la construcción del pilono y el tablero, apoyado en una cimbra con siete torres metálicas apoyadas sobre el lecho aterrado del río. Un colaborador de Calatrava que el autor del libro no identifica aclara que el ingeniero valenciano quiso «diseñar otro, pensó en dimitir y se peleó varias veces con el cliente». Pero al final se impuso la constructora y su «apaño constructivo», como lo define Llátzer Moix.
El autor hurga en la dicotomía entre ingeniería y arte a propósito del puente del Alamillo, siguiendo los postulados de Eduardo Torroja, el reverenciado ingeniero español autor de airosas estructuras que pueden calificarse, sin empacho, de artísticas.
La opinión más contundente sobre el Alamillo la expresa en el libro Javier Manterola, ingeniero de caminos y autor de numerosos puentes: «Hay un enorme derroche de material, la cimentación es desmesurada. El resultado no es ingeniería ni es escultura. A mí, me repugna. Es el tipo de obra que no hay que mostrarle a un joven ingeniero. En otros tiempos se aplicaba una calificación moral a los estrenos cinematográficos. Si la trasladáramos a los trabajos de ingeniería, yo a este puente le pondría un 3-R: sólo para mayores y con reparos».
El corolario lo aporta un anónimo colaborador en la construcción del puente del Alamillo: «Algunos grandes arquitectos viven de hacer proyectos básicos por los que cobran honorarios obscenos».
En la imagen superior, construcción del Puente del Alamillo en una fotografía tomada en 1991 por el usuario Anual – Trabajo propio, CC BY 3.0, Enlace
No Comment