El centro de Sevilla está lleno de estatuas. Esculturas que nos observan inmóviles y desvalidas, con pose decimonónica. Alguien quería honrar a un personaje y consiguió que el ayuntamiento autorizara erigirle una estatua, a menudo de discutible calidad artística. Abundan las que pretenden representar a toreros, flamencas, santos… No recuerdo ningún cineasta con estatuta, o un científico… Ah sí, Fleming tiene un detallito en la Macarena. A Cervantes también le dieron talla mínima en Entrecárceles; va mejorando: en vida esta ciudad lo encarceló.
Algunos quieren situar una de Juan Pablo II en la Avenida, presidiendo el flamante espacio peatonal que Sevilla se ha dado. Nadie como la Iglesia para marcar el territorio, sobre todo si va a estar concurrido. Puestos a elegir clérigo, preferiría ver allí el monumento a de las Casas, hoy escondido y cubierto de pintadas en Chapina; quizás hubiera más consenso con su figura histórica que con el controvertido Wojtyla.
La Sevilla tradicional está acostumbrada a monopolizar el espacio físico; con las estatuas acapara además el espacio simbólico, al igual que rotulando calles.
No creo que debamos resignarnos. Declaremos a Sevilla como «ciudad saturada de estatuas». Y hagamos del espacio libre y compartido el monumento a la Sevilla más universal.
El proyecto es una provocación, hecha con la habitual naturalidad ¿A qué desnaturalizado le puede molestar una estatua del jefe de una religión?
No, dicen ellos, no es esa la pregunta, es ¿A qué desnaturalizado le puede molestar una estatua del Santo Padre?
¿Santo para quién? me pregunto yo. Para todo bien nacido, responden ellos. Y punto.
¿O no?