Eva Díaz Pérez


MEMORIAS DE CENIZA

Muchas veces se había preguntado cómo olía la plata, el metal frío en el que se reflejaban aún los paisajes de ultramar y el fondo de los océanos. Aquel metal que era capaz de provocar tantas locuras y que convertía a la ciudad de Sevilla, nada más llegar a la Sala del Azogue de las Atarazanas, en la más poderosa de las urbes de su tiempo. La más rica, la más orgullosa, la más envidiada y también la más pecadora. Bien lo sabía Constantino Ponce de la Fuente que conocía casos de avaricia, de fraudes, de hurtos, de negocios sucios y de picaresca por las razones del arrepentimiento en confesión. ¿Cómo podía provocar tantos males algo que era tan hermoso? Si la plata transformaba a Sevilla en la ciudad de las riquezas, también la mudaba en lugar demoníaco, donde se citaban en un siniestro juego los tahúres del infierno. La plata que traía, es verdad, el aroma de los mares, era la causa de los grandes pecados, porque si había algo que provocase la idolatría de aquella infame ciudad era aquel metal precioso. Ante el cortejo de las riquezas, a su llegada en los navíos de las Indias, nada había que pudiera compararse, ni el Corpus, ni las procesiones de la semana de Pasión, ni los fastuosos santos de los altares, ni los artificiosos rezos de sus habitantes. Porque el verdadero Dios de la ciudad era la plata. Y pensaba el canónigo que todas las riquezas no traerían nada bueno a Sevilla, porque si por ella entraban, por ella se perdían sin que quedara nada en sus bolsillos, que parecía que todos los lingotes se los tragara la tierra, que en eso se confirmaba que la ciudad estaba conectada directamente con los abismos del infierno. Porque, ¿adónde iban a parar si no?

En esto pensaba el doctor Constantino Ponce de la Fuente mientras se dirigía desde Triana a la Catedral donde ejercía como canónigo magistral desde hacía poco. Al llegar al Puente de las Barcas, que había sido reparado tras el destrozo provocado por la reciente riada, y antes de llegar a la Puerta de Triana por la que se entraba en la ciudad vio cómo arribaban, con el inconfundible olor de las Indias, orgullosos navíos que eran recibidos con grandes salvas y cañonazos desde la Torre del Oro que parecía que el sol le hería de luz dorada las piedras para ponerla más galana.

(…) Mientras atravesaba las calles del arrabal de Triana, donde los alfareros y ceramistas habían dejado su labor para contemplar la gran algarabía y el bullicio de la llegada de los navíos, Constantino meditaba sobre sus escrituras, pues se había quedado en un capítulo fundamental en el que hablaba de la falsedad de las reliquias. Un capítulo en el que había expuesto con sutil ironía algunas de las contradicciones de la Iglesia católica, obsesionada con pecados de simonía.

Estaba satisfecho de su decisión de continuar con el trato de los libros prohibidos, ventana a los nuevos pensamientos. Y al contemplar la llegada fastuosa de los galeones, con aquel aire de cosmógrafos, de cartas de marear y almanaques lunares, de astrolabios y ballestillas, de centro del mundo donde nacían de las piedras los cómitres y almirantes, el canónigo confirmaba que aquella tierra no podía dar la espalda al saber. Para algo la ciudad era la principal impresora en libros de ciencias, de esas ciencias de la mar, de esos secretos del océano que se había convertido en un lago de plata. ¿Cómo, después de eso, se podía volver a las épocas oscuras?.

Azogue: Plaza de algún pueblo, donde se tiene el trato y comercio público.

Simonía: Compra o venta deliberada de cosas espirituales, como los sacramentos y sacramentales, o temporales inseparablemente anejas a las espirituales, como las prebendas y beneficios eclesiásticos.

Cómitre: Capitán de mar bajo las órdenes del almirante y a cuyo mando estaba la gente de su navío.

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