«Verde agua»( fragmento)


Una vez acabado el curso escolar pude al fin volver a abrazar a mi madre y a mi hermana. Cargaba mi pequeña maleta que contenía tres trajes de invierno confeccionados por la tía Alda, alguna prenda de ropa interior, el viejo abrigo que tenía en Fiume, y alguna carta de mamá. Llevaba puesto mi único par de zapatos, cuyas suelas se gastaron muy pronto, hasta hacérseles dos grandes agujeros que se notaban cuando el domingo me arrodillaba en la balaustrada del altar para comulgar.

Mi padre había salido de la cárcel y se había reunido con mamá en Trieste antes de partir para Nápoles persiguiendo el espejismo de las ganancias fáciles. Conocí así por primera vez el Silos, donde vivían acampados miles de refugiados istrianos, dálmatas, o de Fiume como nosotros.

Era un edificio inmenso de tres pisos sumidos casi por completo en la oscuridad, excepto el último, iluminado por unas grandes claraboyas que había en el techo, y que no se podían abrir. En cada piso, el espacio estaba subdividido por tabiques de madera en muchos y pequeños compartimentos llamados box, que se disponían sin interrupción como las celdas de una irrespirable colmena. Encontré a mi madre más triste y envejecida, y a mi hermana un poco salvaje.

Había superado el examen de final de primaria con unas notas excelentes y la señorita Messe había aconsejado encarecidamente que continuase mis estudios. A ser posible en un Instituto de bachillerato. Papá, dadas nuestras desastrosas condiciones económicas, consideraba un lujo dejar que sus hijas continuasen estudiando y habría querido que hubiésemos empezado a trabajar como dependientas en alguna tienda. Mamá, en cambio, se opuso firmemente a este proyecto y me matriculó en el Instituto Dante Alighieri.

Si el calor estival en el Silos había sido una prueba nada fácil de superar, el invierno se reveló como una tragedia. Mientras estudiaba, mamá calentaba agua, llenaba una palangana y la ponía debajo de la mesa para que yo pudiera sumergir en ella mis pies doloridos.

También me angustiaban mis fracasos escolares. De los triunfos en la primaria había pasado a las derrotas del bachillerato. La adquisición de los libros de texto habían sido un pequeño drama para la familia. Eran muchos y, sobre todo los diccionarios eran muy caros, que se compraron de segunda mano o a plazos.

Así, una estación tras otra, mi hermana y yo crecimos. Me habría gustado tener una vida normal, una casa como las de los demás, como la que teníamos antes, donde mi madre pudiese olvidar los esfuerzos y la fatiga. Sentía vergüenza de mi condición, no hablaba nunca con nadie del Silos y esperaba ardientemente lograr mantener el secreto acerca de mi vivienda el mayor tiempo posible. No invitaba jamás amigas del Instituto a mi casa ni nunca consiguieron averiguar dónde vivía.

Por fin, durante el último año del bachillerato, sucedió el milagro. A muchos refugiados se les asignaban viviendas para trabajadores. Los menos afortunados eran enviados a otra parte. De este modo pudimos trasladarnos enseguida y sin demasiados gastos a una casa ya preparada y acogedora donde las ventanas nos parecían el mayor lujo.

Marisa Madieri

 

Previous TEXTO ASOCIACIÓN TRES BARRIOS-AMATE
Next "La vida ante sí" (fragmento)

No Comment

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *