«La vida ante sí» (fragmento)


Yo me llamo Mohamed, pero todos me llaman Momo, que es más de niño.

Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en un sexto sin ascensor, que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima, todas las penas, los sinsabores, y su mala salud, merecía un ascensor.

La primera vez que vi a la señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esa edad no se tiene memoria y se vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorar a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos.

Había en Belleville otros muchos judíos, árabes y negros. Al principio, yo no sabía que la señora Rosa me cuidaba por un giro que recibía a final de mes. Cuando me enteré fue un golpe duro pues creía que la señora Rosa me quería desinteresadamente.

Al verme tan triste, la señora Rosa me explicó que la familia no significa nada. Que los hay hasta que se van de vacaciones dejando al perro atado a un árbol. Me sentó en su regazo y me juró que yo era para ella lo más valioso del mundo. Pero entonces me acordé del giro que llegaba todos los meses y me fui llorando.

Bajé a la calle y entré en la barbería del señor Hamil.

-Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?

-Eres muy joven y cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas.

-Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?

-Sí -dijo él, bajando la cabeza como si le diera vergüenza-. Yo me eché a llorar.

Durante mucho tiempo, no supe que era árabe porque nadie me había insultado todavía. No me enteré hasta que fui a la escuela. Pero no me peleaba nunca con nadie porque cuando se pega a alguien se hace daño.

Empecé a mangar del aparador de las tiendas. Aquí un tomate y allí un melón. Solo para que alguien se fijase en mí.

Un día robé un huevo. Yo prefería robar donde hubiera una mujer, pues lo único de lo que podía estar seguro era que mi madre era una mujer, ya que no puede ser de otro modo. La dueña de la tienda me vio, se me acercó, se agachó y me acarició la cabeza. Y hasta me dijo:

-¡Qué chico más guapo!

Se levantó, se fue al mostrador y me dio otro huevo. Después me besó. Tuve un momento de esperanza que no puedo explicarles porque no es posible. Me quedé toda la mañana delante de la tienda, esperando no sé qué. Tendría entonces unos seis años.

En casa de la señora Rosa éramos entonces siete niños: dos del señor Moussa, el basurero, que los traía a la hora de la basura, las seis de la mañana. Moisés, más pequeño que yo. Banania, que siempre se reía porque había nacido de buen humor, y Michel, hijo de vietnamitas, al que la señora Rosa no iba a aguantar ni un día porque hacía más de un año que no le pagaban.

Cuando empecé a reclamar a mi madre, la señora Rosa me llamó abusón y dijo que todos los árabes eran así, que les das la mano y quieren el brazo. Pero la señora Rosa lo decía solamente a causa de los prejuicios. Yo sabía muy bien que era su preferido. Cuando yo empezaba a berrear, todos los demás berreaban tanto conmigo, llamando a gritos a sus madres, que hasta el yeso se caía de la pared, pero no por nuestros llantos. Eran sólo desperfectos materiales.

Emile Ajar

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